Vaya por delante que todas las banderas y todos los himnos merecen el respeto que se deriva de lo que supone para los ciudadanos que se identifican con esos símbolos y los sienten especialmente. Por tanto, no comparto la famosa pintada al himno español en la pasada final de la Copa del Rey de fútbol, especialmente calentada por la locuaz presidenta de la comunidad madrileña Esperanza Aguirre, cuando declaró que de producirse un hecho de ese tipo, habría que celebrar el partido a puerta cerrada. Al hilo de ello me gustaría hacer una reflexión en torno a la escalada soberanista producida en la comunidad de Cataluña, y de la que en buena medida tiene mucha culpa la derecha española más retrógrada.
El constante ataque al nacionalismo por parte de ese sector en los numerosos medios de que disponen y en tertulias machaconas de una sola voz, ha llevado a que las inclinaciones independentistas crezcan considerablemente en la comunidad catalana. El acento de la derecha mediática en las críticas a todo nacionalismo, por muy moderado que este sea, está haciendo que el talante de consenso que siempre han tenido formaciones como Convergencia i Unió vaya alejándose del actual marco constitucional.
Aparte de las cuestiones que enfrentan los espacios ideológicos y que son asumidos y respetados en un régimen democrático, esa campaña permanente de acoso, ejecutada en definitiva por el nacionalismo español más acérrimo, está abriendo una brecha que puede tener una difícil marcha atrás. La reacción es lógica. Si en la Andalucía de 1980, cuando el centralismo agravió abiertamente al pueblo andaluz, en vez de plantearse en el histórico referéndum del 28 de febrero la posibilidad de conseguir la autonomía en igualdad de condiciones que vascos, catalanes y gallegos, se hubiese planteado la independencia, no me cabe la menor duda que hoy Andalucía sería un estado independiente. Acción, reacción.
Cuántas veces oímos hablar con menosprecio de los catalanes en general, y hasta extremos de querer, poco menos, “levantarles un muro”, como he oído en muchas ocasiones a meros ciudadanos con los papeles perdidos, a los que se les inocula ese discurso insensato de rechazo. A esas gentes sectarias les digo, “bueno, si no queremos a esa comunidad, démosle la independencia”. Entonces sube de tono la conversación: “de eso nada”.
A la crítica desmesurada de los voceros del nacionalismo español se unió, oportuna y electoralmente, el Partido Popular con su denuncia del reformado Estatuto de Autonomía de Cataluña y congelando durante cuatro años la renovación parcial del Tribunal Constitucional para mantener la mayoría contraria a dicho texto -muy similar al andaluz que nadie denunció- y que ha acentuado más las diferencias entre el Estado y Cataluña.
Por otro lado, jamás justificaré el radicalismo de sectores nacionalistas excluyentes, o a los dirigentes catalanistas que han atacado a Andalucía y a los andaluces. Ahí están mis artículos como respuesta a esas manifestaciones. Esas actitudes políticas, y no todo un pueblo, se merecen el rechazo democrático. Por eso, en mi opinión, no se trata de dilucidar qué hacemos con Cataluña, sino qué hacemos con quienes envenenan la convivencia enfrentando a los pueblos sin medir las consecuencias.