Cada mes los datos oficiales del paro son demoledores. Detrás de esa cifra, que en España camina velozmente hacia cantidades que nos parecían inalcanzables hace algún tiempo, hay hombres y mujeres, familias abocadas, en muchos casos a malvivir o vivir de la solidaridad de otros ciudadanos y asociaciones. Más de 1.700.000 hogares sobreviven sin ningún ingreso, situando la tasa de pobreza infantil a la cabeza de Europa. Según Cáritas Diocesana la renta familiar ha caído a los niveles de 2001, alertando que el 6,4 % de españoles –tres millones- viven en la extrema pobreza. Con razón habla de una “década perdida”.
Por otro lado, la destrucción de empleo en el sector público y los duros recortes sólo ha provocado un deterioro de servicios fundamentales como la sanidad y la educación. La reforma laboral ha hecho que España sea uno de los países europeos con los costes laborales más bajos, sin embargo, ello no ha paliado el paro, ni mucho menos, creado empleo. Un ejemplo, Noruega tiene el coste laboral más alto de Europa, pero tiene la tasa de paro más baja.
El panorama es especialmente grave para la juventud. La tasa de paro juvenil es del 55, 5 % en el Estado, y en Andalucía, donde el porcentaje general es diez puntos mayor que en el resto de España, supera el 65 %. La generación más preparada se ve obligada a emigrar, en otros tiempos eran los ciudadanos de menos formación.
En numerosos casos nuestros jóvenes ocupan trabajos muy apartados de las carreras universitarias que han cursado. Un generación que vende pizzas en Berlín o sirve de camarero en Londres, con todo el respeto que merecen esas profesiones. O investigadores que buscan un laboratorio más allá de nuestras fronteras porque aquí ya no tienen posibilidad alguna, al haberse retirado buena parte del dinero destinado a ello.
Desde 2009 el número de españoles que salieron al extranjero a probar fortuna ha crecido en medio millón y en el pasado año las remesas de dinero procedentes de la emigración rozaron los 6.000 millones de euros.
Si España se ve desplazada a la cola de Europa, Andalucía no levanta cabeza de ninguna de las maneras. El recuerdo de esa emigración late en muchos andaluces que hubieron de dejar sus pueblos y ciudades en busca de un futuro que aquí se les negaba a cada paso.
En los años 60 del siglo pasado el régimen franquista ya había consolidado la división territorial del trabajo dentro del Estado español, tocándole a Andalucía la explotación de su patrimonio natural. Con esta especialización, basada en la producción agraria, la minería, la pesca y ciertas actividades industriales agroalimentarias, la economía andaluza se encargaba del suministro de energía y materiales para las áreas industrializadas, las regiones desarrolladas del Norte, a las que se proveía también de un factor productivo, el trabajo, produciéndose esa emigración interior, que unida a la exterior acentuó el subdesarrollo andaluz.
La grave situación que vive la totalidad del Estado deja pocas posibilidades de salida, cruzar los Pirineos es una de ellas, mientras que un derecho como el trabajo se ha convertido en un privilegio, cuando miles de empleos se destruyen diariamente.