Las
recientes elecciones en Cataluña vienen a poner de relieve la fractura de la
sociedad catalana y el tiempo perdido en hallar una solución a un problema con
amplio eco más allá de las fronteras del Estado español.
Aparte de los análisis que hablan de que
el independentismo ha ganado en escaños pero no en votos, es evidente que
existe una parte importante de catalanes que no quiere pertenecer a España, y
que el inmovilismo del gobierno central ha supuesto el primer aliciente para
que ese sentimiento aumente de manera vertiginosa.
De hecho, no hay que perder de vista,
que fue aquella poco medida campaña del PP, entonces en la oposición, contra el nuevo Estatut, -que había sido
aprobado en el Congreso de los Diputados y refrendado por el pueblo catalán-, con
recogida de firmas y denuncia ante el Tribunal Constitucional, el detonante de
un movimiento independentista que hasta entonces era minoritario. El propio
candidato del Partido Popular, el señor Albiol, reconoció el grave error
cometido por su partido.
Aquella marea envolvió al presidente
Artur Mas, que halló la oportunidad de distraer a los ciudadanos de la política
de recortes sociales que ha venido ejecutando y esconder, al mismo tiempo, las
responsabilidades políticas de los numerosos casos de corrupción de su partido,
Convergencia Democrática de Catalunya.
En cualquier caso, la cuestión no es
Mas, al que, y esto es lo realmente censurable, son muchos los catalanes que,
como en otros lugares de España, perdonan la corrupción política. Porque el
presidente de la Generalitat más que un ganador es un superviviente. Y con él o
sin él, el proceso hacia la independencia va a continuar.
Desde que se produjese el inicio de este
conflicto, este articulista, como tantos otros ciudadanos, ha venido defendiendo el diálogo sin ningún
tipo de prejuicio. Ya se ha dicho en otros lugares que, mientras el
independentismo tiene una hoja de ruta, del otro lado no hay nada. Incluso la
llamada Tercera Vía va directa a una vía muerta, condenada por el inmovilismo
de unos y otros. La gente sensata de España y Cataluña demanda un
entendimiento, pero la cuestión es mucho más ardua.
De lo que se trata no es solo de la
cuestión catalana, sino de una crisis política profunda, a la que ya me he
referido en otras ocasiones. La crisis económica y la reiterada corrupción trajeron
aparejada un quebranto de la confianza de los ciudadanos en sus políticos y en
las instituciones. Ello provocó el movimiento de los indignados y la aparición
de nuevos partidos y nuevos políticos. Se trata también de un agotamiento del
sistema surgido tras la dictadura franquista. Por tanto, se impone una reforma constitucional, cuya dilación resulta cada vez más
suicida.
Un proceso constituyente que, entre
otras cuestiones, afronte el reconocimiento de un Estado plurinacional. Ahí
estaría el encaje de Cataluña. Pero, ojo, podría ocurrir, al igual que se
pretendió durante la Transición política, que Andalucía sea excluida de ese
reconocimiento.
Parece que ya se ha olvidado que Andalucía
exigió su derecho a decidir el 4 de diciembre de 1977. Más de un millón de
andaluces enarbolando la verdiblanca salió a la calle exigiendo la misma
consideración que las denominadas nacionalidades históricas (Cataluña, Euskadi
y Galicia). Y, a pesar del mecanismo constitucional de exclusión (las
diferentes vías de los artículos 143 y 151), el pueblo andaluz, contra la beligerancia
del gobierno de entonces, sin apenas medios, afrontó la difícil prueba del referéndum del
28 de febrero de 1980. Practicó su derecho a decidir, por el que había luchado,
situándose junto a las nacionalidades mencionadas.
Ahora, si los representantes andaluces
no están a la altura –y de ello alertó recientemente el diputado de Podemos en
el Parlamento andaluz José Luis Serrano–, Andalucía como nacionalidad
histórica, ganada a pulso democrático, corre el riesgo de quedar desbancada.
Esperemos que, al igual que ocurriese en las históricas fechas del 4 de
diciembre y del 28 de febrero, los políticos andaluces hagan piña en torno a lo
que el pueblo andaluz consiguió bajo la dirección de las formaciones políticas
de entonces, comprometidas con la lucha por la autonomía plena.