Confieso
que tengo una clara debilidad por el lado humano de las cosas. Me ocurre
también, siempre desde la neutralidad en este asunto, con la
crisis
histórica del PSOE –uno de los partidos más antiguo de Europa–. No voy a referirme a
quienes han esgrimido las navajas de la política defendiendo sus posiciones, en
buena medida motivados por sus apetencias de puestos o defensores de poltronas.
No me interesan esos “grandes” nombres del socialismo actual, escasos de altura
de miras y de generosidad.
Está claro que el PSOE habrá de abrir un
debate de ideas para saber adónde caminar, sin ambigüedades. Si se sitúa en el
centro o en la izquierda que le disputa Podemos. Y que para revertir su actual
situación tendrá que entender que se ha producido un cambio generacional, que
en una buena parte desemboca en la novísima izquierda. Si no es capaz de
solucionar el grave problema de identidad que padece se verá abocado a la irrelevancia
política.
Pero quiero referirme a esos militantes
a los que siempre les ha movido un ideal. Que han tenido en el partido a su
segunda casa. Por supuesto no me refiero
a los advenedizos y oportunistas que se acercan a las casas del pueblo para
valerse de ella, cuando el partido goza de poder. Estoy hablando de esos otros,
los abnegados que existen en todos los partidos, los que no piden nada ni se
creen merecedores de un canon especial por contar con un carnet de unas siglas
en el bolsillo, los que entregan su trabajo a cambio de nada. O mejor dicho, a
cambio de la satisfacción de haber contribuido a la lucha de unos ideales, de
una forma de entender la política desde sus legítimas posiciones.
Quiero acordarme de aquellos
socialistas asesinados por ETA, a esos valientes que han pasado muchos años con
escolta. Y a los que recuerdo y conocí en los últimos años del franquismo y la
Transición política. Algunos habían pertenecido a las Juventudes Socialistas
durante la República (Juventudes Socialistas Unificadas luego), otros a la UGT
de aquellos tiempos difíciles. Y junto a ellos, a otros recién llegados, como
los que provenían del Partido Socialista Popular, el pequeño partido del
profesor Tierno Galván, integrados en el PSOE.
Por eso permítanme que el protagonismo de
este comentario sea también para Antonio de la Torre, orgulloso de haber
pertenecido a las Juventudes Socialistas; Francisco Muñoz que se había formado como
sindicalista en la emigración en Suiza; Juan el Campesino, que no abjuró de sus
ideales a pesar de la dureza de la cárcel política, Eugenio del Río, que
aprendió a leer en una casa del pueblo, Sanjuán, María López… Y tantos otros
que no conozco y que se sentirán en buena media huérfanos de dirección
ideológica, no representados o simplemente desilusionados. A ellos, a la gente
más humilde y más sana me refiero.