Fue un madrileño enamorado de Andalucía. Un andaluz pleno, un cristiano comprometido. Enrique Iniesta Coullaut-Valera, escolapio identificado con una tierra por la que luchó desde el compromiso con los más pobres, la juventud y la cultura. Su contribución a la recuperación de la figura de Blas Infante ha sido fundamental, junto a la Ortiz Lanzagorta o Juan Antonio Lacomba. La trilogía Toda su verdad ha marcado un antes y un después en el conocimiento del notario de Casares, tal como ha señalado el profesor Manuel Ruiz.
Defensor de la religiosidad popular, promotor de la librería El Toro Suelto, cooperativa de promoción de autores andaluces y del Centro de Estudios Históricos Andaluces, director de la desaparecida y emblemática Andalucía Libre, profuso articulista, no ha visto cómo se plasmaba la petición que muchos respaldamos para que se le concediese la Medalla de Andalucía. Falleció lejos de la que siempre será su tierra.
Al recordar a Enrique Iniesta, con el que coincidí tan sólo en colaboraciones en la desaparecida publicación Tierras del Sur, y dada la propensión al olvido que suele reinar por estos lares, quiero destacar que su figura quedará ligada al movimiento cultural producido en Andalucía en los años setenta, buscador de la recuperación de la identidad de un pueblo y su lucha por salir del subdesarrollo.
Una labor en la que jugó un papel fundamental el escritor Manuel Ruiz Lagos, conectando con los supervivientes de las Juntas Liberalistas creadas por Blas Infante, aportando un trabajo hoy imprescindible.
A religiosos andalucistas como José María de los Santos, Carlos Muñiz y José María Javierre. A Juan de Loxa con “Poesía 70” o “Manifiesto Canción del Sur”, donde Carlos Cano brillaría de forma especial. Y en el campo de la escena Salvador Távora con “La Cuadra”, que en 1971 había llevado a los escenarios independientes de Madrid la obra “Quejío”, y que continuaría con “Los palos”, en busca de una conciencia histórica andaluza. A las letras de Moreno Galván cantadas por Meneses y Gerena.
A ello se unía la irrupción en torno al mencionado escritor –también olvidado- José Luis Ortiz Lanzagorta, del movimiento de la Nueva Narrativa Andaluza (NNA), los “narraluces” como fueron conocidos novelistas como Alfonso Grosso, Manuel Ferrand, José María Requena, Manuel Barrios, Luis Berenguer, José Asenjo, López Pereira o Antonio Burgos.
Un movimiento que hoy se pretende negar y que basó su obra en la ruptura con la sociedad caciquil de los pueblos, la lucha por la identidad y la consecución de una autonomía con la que muchos soñamos. Antonio Burgos que, en 1971, había publicado Andalucía,¿tercer mundo?, y que había iniciado un año antes con la novela El contador de sombras su camino por la NNA, escribiría hace unos años: “La gran calle de Alcalá de la novela relucía porque subían y bajaban los narraluces a recoger premios”. Era así, los narradores de este movimiento copaban los premios literarios de mayor prestigio. Y lo hacían con una literatura que entendía debía ser transformadora de las condiciones del pueblo andaluz.
Merecen el reconocimiento y el respeto todos ellos. Fueron la llama de una Andalucía que no quería ser la de los tópicos y la de una cultura manipulada. Lo lastimoso es que ello ocurra cuando personajes de la talla de Enrique Iniesta se marchan definitivamente.
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