sábado, 6 de agosto de 2011

LA AVENTURA DE LA FERIA


La aventura de la feria comenzaba en el real, un mundo ruidoso y de luces que esperábamos cada año, y que surgía en una Alameda distinta. Allí se confundían los cacharros con el antiguo templete de la música, con el banco largo, el bar kiosco o la sombra triste del Salón Alameda. Invadida por un temporal festivo, la Alameda se vestía de faralaes por unos días, rompiendo con el escenario de plácido paseo del resto de sus jornadas. Había pocas casetas, pero suficientes para tan reducido espacio: la Caseta Municipal era la oficial y de entrada restringida, que ocupaba la zona de los desaparecidos jardines; la Sanroqueña o Popular, abierta a todo público, cuya instalación permanente de mampostería venía muy bien a lo largo del año para ganar el viejo ciprés, desde donde se podían ver las proyecciones del cine de Ocaña, el Salón Verano. También estaba la de Cepsa, que comenzaba su continuada presencia en la feria sanroqueña, y las dos del regimiento Pavía 19, que ocupaban los patios respectivos de las residencias de oficiales y suboficiales, con vigilancia militar en sus accesos. La feria era el reflejo de una sociedad que ya estaba abocada a desaparecer, pero que todavía mantenía sus diferencias sociales.
            San Roque quería ser parte de la Costa del Sol en aquellos inicios de los años setenta del pasado siglo. La elección de Miss Turismo no podía ser otra muestra de la España de la época. Una comisión de munícipes con el alcalde a la cabeza, caballistas y chicas vestidas en trajes de lunares, marchaba hasta la entrada a la población por Cuatro Vientos y allí, en plena carretera nacional, se paraba a un vehículo de matrícula extranjera donde viajara alguna joven, a la que se imponía la banda de Miss Turismo y se le entregaba un ramo de flores. A continuación el cortejo se dirigía a la Alameda, y en la Caseta Oficial se ofrecía a la sorprendida miss los bailes tradicionales de la tierra.
            Uno de aquellos años la Comisión de Fiestas contrató para actuar en la Caseta Oficial a una serie de artistas que triunfaba en el panorama español: Mari Trini, Tony Landa, Jairo, Nino Bravo y Dani Donna con su insuperable “Vals de las mariposas”. Para mí el objetivo de aquella feria era poder acceder a la “caseta prohibida” y ver a unos artistas que sólo presenciábamos en el blanco y negro de Televisión Española, la única existente. 
            No era tarea fácil, saltar la pared de madera, justamente detrás del escenario y confundirse entre el público. Cumplí el objetivo durante las cinco noches, aunque estuve a punto de perder un zapato en uno de los saltos. Disfruté con las actuaciones de todos los cantantes programados. Fue una experiencia nueva, a la que sólo tenían acceso una parte de los vecinos. Al verano siguiente conocimos que Nino Bravo, una figura triunfadora en el mundo de la canción, perdía la vida en un accidente de tráfico. Yo le había visto un año antes en la “caseta prohibida” , y desde entonces se me quedaron clavadas en el recuerdo sus extraordinarias canciones.
            Sin darme cuenta, como suele ocurrir, crecí y también la feria, dejando de ser sinónimo de Alameda. Las fiestas son ahora más de todos, aunque cada uno viva su propia feria, y ya la Alameda no sea la que conocimos, la que hoy sólo vive en el recuerdo.

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