La UNESCO acaba de designar en su reunión de Nairobi al flamenco como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. La organización de Naciones Unidas para la educación, la ciencia y la cultura ha venido refrendar la realidad de una expresión artística y cultural que hace tiempo rompió los límites de Andalucía y de España.
Blas Infante sitúa el ámbito de su nacimiento en el período desde el segundo cuarto del siglo XVI hasta el último cuarto del XVIII. En opinión de Infante el encuentro de los gitanos errantes, que provenientes del norte de la India, llegaron por primera vez a los reinos de Castilla y Aragón en el siglo XV, con los moriscos perseguidos daría lugar a lo flamenco. “Hubo, pues, necesidad de acogerse a ellos. A bandadas ingresaban aquellos andaluces, los últimos descendientes de los hombres venidos de las culturas más bellas del mundo, ahora labradores huidos (en árabe, labrador huido o expulsado significa felahmengu) (...) Comienza entonces la elaboración de lo flamenco por los andaluces desterrados o huidos en los montes de África y de España”. En este sentido, Enrique Iniesta, biógrafo de Infante, señalaba que éste interpretaba “que el origen y secreto de nuestro cante no está ni en el carácter permanentemente individualista de un pueblo ni en fingimientos virtuosistas, sino en vivencias afectivas correspondientes a un periodo de la historia de un pueblo, estados históricos de soledad y tristeza...”.
Basado en antiguas formas de romance fue un cante solitario, que luego se llamaría tonás, expresión de las persecuciones, de la injusticia y del dolor. Duquelas de la marginación, de arrebato que, pronto, adquirió una naturaleza indómita. Y esa áurea de pueblo perseguido traspasó los tiempos y diversificó sus cantes, incorporando la guitarra. El flamenco se alejó del folklore y prendió en el pueblo y recogió la desolación del jornalero, esclavizado por el terrateniente: Las lindes del olivar/ Ancha pa los don mucho/ Estrechas pa los don ná.
Ese pueblo jornalero, huyendo de la hambruna, abocado muchas veces al levantamiento contra la opresión, buscó también horizontes en la fronteriza Murcia. A la fiebre del plomo se desplazaron familias enteras, poblando las aldeas murcianas que, luego, en 1840, al agruparse constituirían el pueblo de La Unión. Allí nació la minera, el cante surgido en las entrañas de la tierra, donde se desenvolvía el más duro trabajo, el sufrimiento y hasta la muerte.
El cante desprestigiado por la cultura dominante fue acogido como comparsa y borrachera en juergas de señoritos andaluces. Y comenzó a abandonar las ventas y tabernas para subir a los tablaos de los cafés-cantantes antes de emprender, a mediados de 1920, un recorrido amplio por teatros y plazas de toros, lo que vino a denominarse la ópera flamenca.
Esa fuerza incontenible del flamenco fue utilizada durante la dictadura franquista. Como señala José María de los Santos: “En la división del trabajo a escala del Estado, a Andalucía se le asignó un papel secundario a favor del País Vasco y Cataluña. Y a esa condena se unió la utilización de lo andaluz como meramente folklorista, de una cultura en la dependencia propia de las zonas subdesarrolladas. Una cultura confundida con “lo español” -Andalucía considerada como la más España de las Españas- y simultáneamente subestimada, es decir, considerada como una prolongación de la cultura castellana”. Y en esa línea, “sirvió para combatir y desacreditar la presencia en el Estado español de un pluralismo cultural innegable”.
Pero el cante siguió su imparable curso y junto a los movimiento del Nuevo Flamenco de los años ochenta del pasado siglo y las fusiones con las más diversas músicas de distintos puntos del orbe, permanece la esencia de una cultura netamente andaluza, que como el andaluz es universalista.
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