En un corto espacio
de tiempo se han sucedido una serie de acontecimientos que han situado a España
en las portadas de muchos medios internacionales y ha sacudido a la opinión
pública española. No me refiero a la sorprendente eliminación de la Selección en el Mundial
de Fútbol de Brasil, sino al panorama político español, comenzando por las
elecciones al Parlamento europeo y la irrupción de la nueva organización Podemos
(5 europarlamentarios), que ha sabido recoger una parte importante del
descontento de la ciudadanía con la clase política.
Esa derrota del bipartidismo trajo consigo la
dimisión del líder socialista Pérez Rubalcaba y ha abierto una crisis de gran
calado en el principal partido de la oposición, que, en principio, parece conjurada
con el proceso de elección de nuevo secretario general a través del voto
directo de la militancia. Un proceso plenamente democrático que habrá de
culminar con las primarias, que podría ser el respaldo definitivo al electo
Pedro Sánchez. Sin embargo, ese camino de renovación no parece llegar al otro
gran partido estatal. El Partido Popular no se da por enterado, a pesar de que
los votos de la izquierda, habitualmente desunida, podría desplazarle de
distintos gobiernos autonómicos e importantes ayuntamientos.
Al poco de los comicios europeos se
produjo la inesperada abdicación del Rey Juan Carlos I en su hijo, el convertido
tras su proclamación en Felipe VI. Este hecho provocó nuevas manifestaciones de
los partidarios de la
República , y el nuevo monarca ya ha anunciado un código de
conducta y de fiscalización de las cuentas reales, tratando de recuperar el
prestigio perdido de la institución tras los escándalos protagonizados por miembros
de la Casa Real.
Como colofón aparece el ex
presidente Jordi Pujol, referente de moderación y de apuesta autonomista catalana
-aunque reconvertido al independentismo-, para anunciar que engañó a la Hacienda pública en
paraísos fiscales y, consecuentemente, a los ciudadanos a los que predicaba
moralidad. Más argumentos para los que defienden un cambio radical por la vía
de un proceso constituyente. Un cambio, por otro lado, imposible desde la
legalidad si no se cuenta con un apoyo mayoritario en el Congreso y se lleva a
cabo una reforma constitucional. En
cualquier caso, la reforma, a mi entender es necesaria, y sólo puede realizarse
desde un amplio consenso. A partir de ahí se puede afrontar una vía federal que
soluciones el encaje de Cataluña tras la difícil situación creada por la
sentencia del Tribunal Constitucional contra una parte del Estatut aprobado en
referéndum por los catalanes. Al mismo tiempo, que reafirme la condición de las
nacionalidades, entre las que figura Andalucía,
y defina los mecanismos de contribución y presencia en España.
El presidente Rajoy parece haber
entendido que en este controvertido asunto no se puede mirar para otro lado y, al
menos, ha abierto una vía de diálogo con el presidente Artur Mas, aunque la
consulta para la independencia sea una cuestión insalvable en estos momentos.
La reforma necesaria
La necesaria
reforma constitucional debe tener amplias miras y, como ocurrió en 1978, mucha
dosis de generosidad. En esta ocasión no existen los poderes fácticos de
entonces y tampoco se parte de una dictadura.
El
actual sistema político nace del pacto constitucional como culminación de la Transición a la
democracia tras la muerte del general Franco. El pacto fue amplio y en el mismo
tuvo un papel clave el Partido Comunista de España (PCE), que aceptó la
monarquía parlamentaria.
El
pragmatismo del principal partido en la lucha contra la dictadura, posibilitó
el consenso y “arrastró” al reticente Partido Socialista Obrero Español. Pero
no era una actitud nueva la de los comunistas españoles, se trataba de la
plasmación de la política contenida en el documento por la Reconciliación Nacional
que el partido había hecho público en 1956.
Tanto
el PCE como el resto de la oposición democrática eran conscientes que, a pesar
de las multitudinarias manifestaciones por la ruptura total, no se contaba con
la fuerza suficiente para derribar a un régimen, cuyo dictador había muerto en
la cama y enterrado con todos los honores.
El
Ejército mantenía los principios totalitarios de una institución que se sentía
victoriosa de la guerra civil y para el que no existía razón alguna por la que los “rojos derrotados” volvieran a la escena
política. Como perfecto aliado para desestabilizar la incipiente democracia actuó
con toda virulencia el terrorismo de ETA y los violentos de la ultraderecha.
Con estos mimbres el terreno estaba abonado para la temida involución política.
Los dos intentos de golpe de Estado: la frustrada Operación Galaxia y el asalto
al Congreso por guardias civiles al mando del teniente coronel Tejero fueron el
corolario del permanente ruido de sables a que fue sometida el tránsito de la
dictadura a la democracia, y que tuvo su continuidad con la conjura abortada de
los coroneles días antes de la victoria socialista de octubre de 1982.
Con
todo, el sistema creado permitió un cambio importante en España. Esa es una
realidad constatable. Es cierto que ese consenso fue quebrado en 2011 por socialistas
y populares al reformar el artículo 135 de la Carta Magna para
imponer el criterio de estabilidad presupuestaria en la Administración ,
según mandatos exteriores. No obstante, la situación de crisis generalizada de
instituciones y de la vida política, hace necesario un gran acuerdo que sirva
para dar respuesta a los grandes problemas existentes. Para ello hay que
armarse de buena voluntad y de sentido político de servicio, dejando posturas
intransigentes y de frases fabricadas para la galería.
El panorama andaluz
Retomar el papel de
Andalucía en esta encrucijada es un reto para los políticos que desarrollan su
actividad en la comunidad. Ocuparse de la tierra a la que se deben y para la
que han sido elegidos, debe ser la tarea prioritaria. La negativa de la
presidenta Susana Díaz a liderar el Partido Socialista es un acierto, aunque su
peso orgánico es manifiesto tras el Congreso Extraordinario que eligió a Pedro
Sánchez.
Andalucía
necesita políticos que hagan política andaluza sin deserciones. Ya ocurrió con
Julio Anguita cuando abandonó un proyecto andaluz propio para salvar al Partido
Comunista y hacer política en Madrid.
Aparte
de ello, Andalucía carece de una formación propia con representación, con
fuerza suficiente para hacer oír la voz de la comunidad, de las aspiraciones de
los andaluces en todos los terrenos, capaz de articular un poder andaluz como
ocurriera en los años de la
Transición. El partido que entonces jugó ese papel –Partido
Andalucista- no cuenta con voz en el
Congreso ni en el Parlamento autónomo.
Tan
sólo el Sindicato Andaluz de Trabajadores aparece en el panorama como
movimiento que llama la atención de las clases más desfavorecidas del país
andaluz. Sin embargo, sus líderes más carismáticos continúan formando parte de Izquierda
Unida.
De
otro lado el nuevo movimiento Asamblea de Andalucía, que lidera el antropólogo
Isidoro Moreno no acaba de dar el salto a la lucha política y para colmo comete
el error de pedir la abstención en las elecciones europeas.
En
el extremo la Mesa
Andaluza de la Izquierda Soberanista
(MAIS) representa a grupos muy minoritarios y sin posibilidades dentro de la
realidad política andaluza.
Un
andalucismo desunido tendría que buscar su refundación desde presupuestos progresistas,
buscando alianzas puntuales con organizaciones comprometidas con un programa
andaluz, y abriéndose a colectivos sociales, culturales o ecologistas.
No
cabe duda, y así lo vienen a confirmar las últimas encuestas, que el panorama
político andaluz y su traslación parlamentaria va a cambiar sustancialmente con
la irrupción de partidos como Podemos y con el afianzamiento de UPyD. El resto
de formaciones habrán de reflexionar sobre estas nuevas realidades y entender
que un tiempo nuevo ha hecho presencia a pesar de los propios políticos.
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